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Circulen, aquí no hay nada que ver

En el año 1960, los Estados Unidos estaban premeditadamente estancados. Sus gobernantes llevaban desde el final de la Guerra convenciendo al ciudadano de que el SUEÑO AMERICANO estaba ya allí, y que no había excepciones. El proyecto había terminado. Señor, esto es América, la Tierra de la LIBERTAD. Deje de quejarse.

La Depresión (que empezó en el 29 y se extendió durante toda la posguerra) lo fue más en los medios, que exageraron el sensacionalismo de Hearst. En los años 40, el periodista ejemplar sería ese Danny DeVito que compraba a los policías de Los Ángeles para tener las visiones más jugosas de hechos que, pese a suceder realmente, nunca eran lo suficientemente glamurosos.

Los autores se revelaron, de manera espontánea, ante las ficciones creadas por el objetivismo periodístico. Cambiaron el punto de vista de los géneros informativos, ya anquilosados, casi cuarenta años después de que lo hubiesen hecho los novelistas. Quizá tarde, pero transformaron el periodismo en literatura, lo que los convirtió en elementos subversivos. Estos tipos se inventan todo lo que escriben. Los denunciaré. Esto es América, es inaceptable. Dignificaron la función informativa manteniendo el fondo —la realidad— y alterando la forma.

El Nuevo Periodismo surgió, como toda la ola cultural de los años 60, como respuesta al extenso letargo que había vivido la profesión informativa durante las tres décadas precedentes. Y al igual que esa ola cultural que atrajo a Nueva York a Dylan y a Ginsberg; a Warhol y a Lou Reed, el Nuevo Periodismo fue ignorado —y denostado— por la «crítica oficial». Muchos de los autores de esta falsa generación obtuvieron el Pulitzer, dirán mis detractores. Coincidirán conmigo (espero) en que, siendo este el más importante de los galardones periodísticos, a nadie fuera de la profesión preocupa especialmente quién reciba la medallita con la efigie del fundador Franklin. Sin contar el hecho de que Pulitzer fue el mayor representante del amarillismo hasta Rupert Murdoch.

Aunque estos autores renovaron la relación entre periodismo y literatura, su impacto es relativo hasta el punto de que esa clase de periodismo —identificado con la creatividad y la innovación, estimulando al lector a entender que la realidad no existe como tal, sino a través de quien la cuenta— está más muerto que el Dios de Nietzsche. Sobre todo si uno abre los periódicos todos los días. Desgraciadamente, el cambio impulsado por los Wolfe, Capote, Thompson, etc., se diluyó con la misma fuerza con la que había arrancado. Ya sólo quedan periodistas mediocres que escriben novelas mediocres, por mucho que las editoriales se empeñen en escribir NUEVO PERIODISMO en las contraportadas.

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